A lo largo de gran parte de sus 30 años de evangelización incansable en Chile, el misionero Mariano Avellana Lasierra fue conocido por el pueblo sencillo como “el Santo Padre Mariano”, “el Apóstol de los enfermos”, o en su dedicación al inmenso territorio septentrional del país, como “el Apóstol del Norte”. Sin embargo, por dondequiera que fuese llevó sobre todo un sello que le marcó a fondo la vida y distinguió su estilo del de muchos otros predicadores, guías o consoladores de los sufrientes o abandonados: fue un Hijo del Corazón de María como lo estableció y lo vivió su padre espiritual, Antonio María Claret.
Quienes conocemos los principales hitos que lo llevaron desde ser un muchacho piadoso y amante de María Santísima en su natal Almudévar, hasta seguir de forma un tanto intrincada el camino del sacerdocio y ejercerlo luego como un ejemplar joven presbítero, lo vemos transformarse de pronto, cuando decide imitar a su antiguo profesor de seminario Pablo Vallier, e incorporarse a la naciente “grande obra” del arzobispo Claret. Y lo hace en una de sus más significativas y definitorias etapas: el exilio, la persecución y el sufrimiento.
Así es como deja su patria dos años después de haber sido ungido sacerdote, para llegar a Prades, Francia, en septiembre de 1870 y convertirse en discípulo auténtico del prelado catalán tanto famoso como venerado o perseguido a muerte.
De sus primeros y más cercanos modelos, como José Xifré, Jaime Clotet y Domingo Fábregas, bebió Mariano Avellana la integridad del espíritu de la congregación de Claret. Y tan directamente como estando aún con vida el Fundador. Aunque poco le duró así, ya que Claret fallecía apenas un mes después, el 24 de octubre, escondido en un monasterio cisterciense, con sus perseguidores pisándole los talones.
Claretiano por donde lo miraran
Tres años después, Mariano era destinado a un país lejano al otro lado del Océano, del que sólo conocía el nombre y las noticias del Adelantado Vallier, quien con otros seis arriesgados aventureros de la misma laya había partido hacia allá, para convertir a Chile en el primer país donde los misioneros lograrían consolidarse fuera de su natal España.
Ya le había sucedido a Claret algo semejante cuando, apenas fundar su congregación en 1849, había recibido orden papal de convertirse en obispo, cruzar ese mismo océano y asentarse en Cuba, otro país desconocido, donde por siete años desarrollaría el más intenso, fecundo y transformador período de su vida misionera.
Síntesis de ese espíritu fue para Mariano la Definición del Misionero que el propio Claret escribió para sus misioneros: “Un Hijo del Corazón de María es un hombre que arde en caridad, que abrasa por donde pasa…”. Y se propuso vivirla con la radicalidad de su tozudez aragonesa, en la famosa decisión “¡O santo, o muerto!”.
En sucesivos propósitos a lo largo de 30 años se aprecia una y otra vez la forma en que trataba de adecuarse más y más al ideal misionero de Claret, a quien no duda en calificar numerosas veces como “santo” entre los principales de su devoción, largas décadas antes que fuera reconocido como tal.
Y hace esencia de su vida la radicalidad de su legado y las virtudes que, aparte de fecundar sus más de 700 misiones y prédicas, llegarían a serle reconocidas por un papa como “heroicas” al declararlo Venerable. Entre ellas su incansable celo apostólico; su admirable espíritu de sacrificio –al sufrir en silencio y sin menoscabo de su actividad misionera 20 años con un herpes de dolor incesante, y 10 años con una llaga creciente que llegaría a ser del tamaño de una mano abierta-, y su entrega con alma y vida a los enfermos, los presos y los más desamparados.
Así consignaría entre sus plegarias, cartas y propósitos más destacados:
“Señor: dame un corazón magnánimo y generoso para amaros, serviros y sufrir hasta la muerte por Vos. Asimismo un espíritu fuerte y emprendedor para todo lo bueno. ¡Dios mío, dadme un corazón semejante!”
“En las misiones seré todo mansedumbre, y en las predicaciones combinaré la fortaleza con la dulzura y la compasión.”
“Mira siempre en los enfermos a Nuestro Señor Jesucristo. Y con esa vista sobrenatural jamás te desdeñarás de hacer las cosas más repugnantes por ellos: p.ej., limpiar los vasos de noche, acomodarles sus camas, peinarlos, lavarles pies y manos, cortarles las uñas, etc. Hay niños, ancianos u otros muy achacosos que al verlos causa repugnancia.”
“Santos de mi especial devoción: conseguidme grande amor a los enfermos, pobres y encarcelados.”
“El buen religioso debe siempre trabajar a destajo, o sea, cuanto pueda, y sólo por amor de Dios.”
“Pobres son los que padecen frío, calor, sed, hambre, desprecios, abandonos, burlas. Así tú, si quieres ser buen religioso y experimentar los efectos de la pobreza.”
“Soy más rico que los millonarios, porque nada deseo para mí; sólo para bien de los prójimos.”
“Ayúdame a dar gracias al Señor porque me da celo y fuerzas para cumplir el sublime oficio de misionero. Si se me permitiera, misionaría todo el año. ¡Hay tanta mies y tan pocos operarios. Sobre todo en estos países americanos!”
Y hacia el final de sus días podrá decir al modo de san Pablo:
“En razón del ministerio para el cual el Señor me ha elegido en su inmensa bondad, he tenido y tengo que hacer largos y penosísimos viajes por mar, por tierra, ya en coches, ya a caballo, atravesando desiertos, cruzando montañas muy elevadas y cubiertas de nieve, vadeando caudalosos ríos… No ha pasado año desde que estoy en estas tierras hospitalarias que haya dejado de recorrer centenares de leguas… Es cierto que me han pasado algunos percances algo serios y que me he visto en graves peligros de perder la vida, pero como vamos siempre por santa obediencia, esto es, por la gloria de Dios, en medio de esas peripecias sentía grandes consuelos y una confianza ilimitada en la gran misericordia del Señor, que salva a los que esperan en Él.”
Al final de sus días, como el guerrero con las botas puestas, se derrumba al suelo durante la última de sus misiones, doblegado por una pulmonía de la que no saldrá con vida. Llevado en un carretón con mulas y un durísimo tren minero, llega al pequeño hospital de Carrizal Alto, un poblado cuprero del Norte, para morir como un pobre, según siempre había deseado. Al entrar exclama alborozado: “¡Por fin, gracias a Dios, he llegado a mi casa!”
El párroco que despide sus restos camino al cementerio, pocos días después, marcará unas frases indelebles:
“Fue un infatigable apóstol en sus 30 años de servicios en Chile… No hubo cárcel que no visitara consolando a los presos… Visitaba los hospitales consolando a los enfermos y calmando sus dolores… Quizá no haya en Chile otro religioso que conociese mejor que él al pobre y al indigente. Sabía identificarse con los humiles, y entraba con mayor gusto en el tugurio y la choza del pobre que en las casas de los ricos. Recorrió nuestro suelo desde la Araucanía hasta Tarapacá, cumpliendo su santa misión. ¡Tus cenizas serán veneradas en esta tierra…!”
Alfredo Barahona Zuleta
Vicepostulador, Causa Venerable P. Mariano Avellana, cmf