Mariano Avellana: no hay mayor prueba de amor que entregar la vida

De nuevo un 14 de febrero nos acerca al testimonio del Venerable P. Mariano Avellana en el que ha sido consagrado como Día del Amor.

Fecha en que el sentimiento más esencial, arrollador y no pocas veces controversial del ser humano, es motivo de celebraciones especiales extendidas hasta lejanos rincones y culturas. Despojadas en muchos casos de su significación auténtica, y transformadas en un comercio a gran escala que en vez de celebración suele constituir profanación.

Es loable celebrar por todo lo alto al amor, siendo éste no sólo el motor primordial en toda la trayectoria del homo sapiens, sino incluso de buena parte del reino animal, impulsado por el amor en acciones grupales básicas de supervivencia. De hecho, solemos comprobar cómo aman los que consideramos “animales”.

En tanto, por amor “dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer”, según Génesis 2, 24, y “sólo el amor es fecundo”, de acuerdo al político español Emilio Castelar.

Nada, entre trabajos, investigaciones o inventos, transformaciones sociales, y menos aun el desarrollo de una familia, una efectiva transformación social, un fructífero trabajo social o político, y mucho menos una vida religiosa auténtica, habrá sido real si no fue animado por el amor. Con mayor razón la pretensión mentirosa de amar a Dios si se odia a un ser humano, según el calificativo categórico del apóstol Juan, 1ª, 4, 20.

“Por amor se han creado los hombres en la faz de la tierra; por amor hay quien haya querido
regalar una estrella. Por amor fue una vez al calvario con una cruz a cuestas, aquel que también por amor entregó el alma entera…”,
canta Marco Antonio Muñiz. Mientras “es hermosa la vida si hay amor; es hermoso el paisaje si hay color; es hermoso entregarse por entero a alguien por amor, por amor…” entona José Luis Perales.

Y es en la última aseveración donde en definitiva se encuentra la clave del amor verdadero: en entregarse a alguien por entero. Porque una caricatura del amor lo ha tergiversado en amplios sectores de la sociedad humana, que han hecho del mero sexo la definición de amor, al punto de motejarlo como “hacer el amor”.

Es que el verdadero amor está hecho desde que “Dios es Amor”, según sostiene una vez más Juan, en 1ª. 4, 8. Y la forma en que todo lo creado refleja plenamente ese Amor, nada tiene que ver con la pretensión de adueñarse de otra persona en virtud del pretendido amor con que algunos llegan hasta a asesinarla.

Muy lejos de ello, otra vez Juan, 15, 13, sostiene que no hay mayor prueba de amor que dar la vida por otro.

Mariano y su prueba de amor

Que Mariano Avellana vivió de verdad el amor, lo prueba de forma axiomática su entrega sin descanso a evangelizar y servir al pueblo donde fue enviado tras comprometerse como misionero claretiano. Y lo practicó desde poner pie en Chile, durante casi 31 años, hasta rendir la vida en la última de sus más de 700 misiones o prédicas, en su mayor parte de 8 a 10 días intensos, de la mañana a la noche.

Y mientras no estuvo así misionando, lejos de descansar siquiera a medias si no lo obligaban los superiores, no dejó de recorrer cuanto hospital, cárcel o tugurio de los que por entonces componían los vecindarios más pobres del país; para predicar el amor de Dios, entregar consuelo y servir en los menesteres más humildes o repulsivos a quienes allí lo necesitaban.

Asombra mucho más su forma indeclinable de ser misionero, si se consideran los sufrimientos físicos en medio de los cuales no dejó de hacerlo. Baste recordar el tan doloroso herpes en el bajo vientre que tuvo que sufrir durante 20 años hasta su muerte, y la herida en una pierna que le creció hasta el tamaño de una mano abierta y lo martirizó por 10 años, también hasta entregar su vida terrena. Factores esenciales de las “virtudes heroicas” que más tarde le reconocería la Iglesia, y por las cuales fue declarado Venerable.

Con razón esta forma de ser “misionero hasta el fin” parece semejante al martirio con que 184 de sus hermanos de congregación enfrentaron la muerte antes que renegar de su fe y del compromiso misionero que habían asumido al hacerse claretianos. Si bien el Venerable no padeció el martirio sangriento, el testimonio de su día a día, vivido en medio de intensos sufrimientos silenciosos que no mermaron su ritmo de trabajo asombroso, ameritan rogar al Señor se digne realizar pronto el milagro que la familia claretiana viene implorando desde más de 35 años para verlo beatificado. Como a los hermanos que rubricaron con su sangre los votos religiosos y misioneros.

Alfredo Barahona Zuleta

Vicepostulador, Causa Venerable P. Mariano Avellana

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